24 August 2013

Impulso

Hay un momento en el medio de la jornada laboral en el que cualquier cosa que no sean tus tareas obligatorias parece ser entretenido. Todas las tardes es lo mismo: estoy parado detrás del mostrador con mi delantal bordó, listo para escuchar los pedidos de la gente que puede hacerse un tiempo para tomarse un café y quizás, hasta comerse alguna delicia dulce. Sin embargo, llega un momento de la tarde cuando, al parecer, nadie tiene tiempo para estos pequeños placeres que ofrece la vida a un precio no tan razonable.
Así que ahí estaba yo, en mi posición usual, implorando que algo, lo que sea, ocurra en ese lugar monótono que ya había explorado con mi vista millones de veces. Alguien debió haber estado escuchando los gritos desesperados dentro de mi mente, porque justo en el instante en el que estaba a punto de gritar por la frustración, sonó la campana de la puerta que indicaba que un nuevo cliente había entrado en el local. Ciertamente, no era lo mejor que podía pasarme en ese momento, pero al menos era algo distinto: movimiento, sonido, acciones entre tanta parálisis. Cuando alcé la vista, me di cuenta de que en verdad era algo distinto, muy distinto. Antes de que pudiera pensar en algo más, sentí como unos ojos verdes intensos me observaban. Esa mirada estaba clavada en la mía y parecía mostrarme un mundo completamente diferente al que yo conocía. Esos ojos no se apartaron de los míos por largos segundos, hasta que noté un pequeño parpadeo que me hizo volver a la realidad.
Después de ese momento, sentí que no sabía dónde estaba ni qué se suponía que hiciese. En lugar de improvisar, opté por actuar como un robot, moviendo mi cuerpo y hablando de una forma mecánica, haciendo lo que hago todos los días: escuchar pedidos y servirlos. El muchacho de los ojos verdes se aproximó al mostrador, y yo pude sentir cómo se aceleraba mi corazón.  No sé exactamente qué fue lo que hice, pero tomé su pedido, se lo entregué y recibí el dinero a cambio. Observé detenidamente cómo se sentaba en una mesa junto a la ventana y extraía un cuaderno de su bolso, para luego comenzar a escribir. Cerca de media hora después, el chico salió del bar, y yo recuperé mi capacidad de procesar ideas.
Nada sucedió esa semana aparte de ese encuentro mágico y momentáneo. Pensé que no me volvería a pasar algo así en un millón de años hasta que, la semana siguiente, el mismo día y a la misma hora del maravilloso suceso, él apareció nuevamente. Esta vez, estaba más alerta; no iba a dejar que se fuera sin averiguar al menos su nombre. Una vez más se acerco al mostrador y pidió lo mismo que la otra vez. Cuando el pedido estuvo listo, y estuve a punto de hablarle, él estiró el brazo para sujetar la bandeja, y sin intención o previo aviso, rozó mi mano en el intercambio. Todas las ideas elocuentes que se me habían ocurrido desaparecieron en un instante.
Una vez más fui al bar que está en la esquina. La situación era muy ridícula, pero me gustaba ir ahí solo para ver al chico lindo que atendía. Entraba, pedía todas las veces lo mismo y me sentaba en una mesa cerca de la ventana a escribir historias cuyos personajes principales se asemejaban mucho al joven detrás del mostrador. Ya era la tercera vez en el mes que iba a ir; si fuera por mí, hubiese ido todos los días, pero no quería parecer extraño o dar la impresión de que no tengo mucho que hacer. Una vez más, ordené lo mismo de siempre y me senté en la misma mesa.
Después de un rato, una vez que había terminado mi café y ya había mirado un millón de veces al chico que atendía, sentí el llamado de la naturaleza y me dirigí hacia el baño. En el trayecto, lancé una mirada fugaz hacia el mostrador y noté que él también me miró en ese mismo momento. Pretendí nunca haberlo mirado, por supuesto, y aceleré mi paso hacia la puerta del baño. Una vez adentro, me disponía a hacer... mis cosas, cuando noté que alguien más entró. Antes de que pudiera darme vuelta, percibí una mano en mi hombro que me volteó con fuerza y al instante, sentí que unos labios suaves me besaban intensamente. Luego de unos segundos, que bien podrían haber sido horas, esos labios se despegaron de los míos, y al abrir los ojos, pude ver el hermoso rostro del chico que atendía el bar. “Hace rato que quería hacer eso”, me dijo, para luego darse vuelta e irse rápidamente a atender a los otros clientes.




16 January 2013

Tranquilidad

Estaba cansada. Tuve que levantarme temprano y no estoy acostumbrada. No podía moverme, no podía salir, no podía funcionar. No tenía planes, así que me dirigí directo a la cama. Prendí el televisor y empecé a ver una película. Sabía que iba a repetir mi ritual de todas mis noches de insomnio: apoyar la cabeza en la almohada, ponerme cómoda, asegurarme de que no haber dejado nada prendido y… en lugar de disponerme a dormir, pensar en él. Estoy segura de que no es inconsciente, es más, todo ese ritual lo hago para pensar con tranquilidad, aunque en mi mente se destape una guerra.
Esta vez prendí el televisor para distraerme de esa rutina tormentosa. Estaba entretenida mirando cómo los personajes lidiaban con sus problemas sin detenerme a pensar en los míos. Casi ni me di cuenta de que él estaba en mi habitación; ahí sentado mirándome como siempre. Lo miré, le sonreí  y seguí viendo mi película. Mi concentración era increíble, nada me iba a sacar de ese pequeño momento de felicidad. Sin embargo, estaba consciente de lo que pasaba a mi alrededor. Él se me acerco tranquilamente, sin decir nada. Yo ya sabía lo que quería. Seguí mirando la película como si no notara su presencia. A pesar de que se acercaba cada vez más a mí y no me miraba, como si quisiera aparentar que no iba a hacer lo que yo ya sabía. No me moví, seguí tirada en la cama en la forma más cómoda y despreocupada posible.
Finalmente, hizo lo que pensaba. Se acurrucó encima de mí, como si yo fuese su parte favorita de la cama. Su cabeza estaba encima de mis pechos tratando de encontrar una posición adecuada. A mí no me importaba, seguía absorta en el mundo televisivo. A pesar de que no podía ver su rostro, sabía que no estaba ahí por lo mismo que yo. Tenía los ojos cerrados y pensaba quedarse mucho tiempo acomodado encima de mi cuerpo. Yo mostraba indiferencia, pero tenía que admitir que me agradaba sentir el calor de su cuerpo sobre el mío, y su respiración que tenía su propio ritmo y trataba de armonizar con el mío.
No es su costumbre hacer este tipo de cosas, pero cada vez que se decide, me siento más cerca de él. No hace falta ni mirarnos para sentir esa conexión especial. Una vez resignada a la situación, empecé a acariciar su pelo, y él no mostró ningún sobresalto. Esta situación poco usual, ya era un ritual. Un ritual que vale la pena mantener, porque los otros son simples círculos viciosos. Me puse a pensar en esa diferencia, ya ignorando el televisor…
Abrí los ojos y me di cuenta de que me quedé dormida. Él seguía ahí, apoyado sobre mí como si fuera el mejor lugar para estar dentro de toda la casa. Me di cuenta que el televisor estaba apagado, aquello que antes me entretenía tanto, en ese momento tuvo otra función. Miré la pantalla y pude ver el reflejo de su rostro tranquilo y sereno. Estaba tranquila y en paz, me sentía acompañada dentro de tanta soledad. Su cuerpo no me dejaba mover mi brazo adormecido pero no me importaba. Lo único que quería era disfrutar de ese momento de tranquilidad junto a mi gato.

15 January 2013

La venganza de Rodolfo

Disclaimer: Este texto lo escribí con alguien más. 

Rodolfo trabaja en una casa de gente con plata; tienen tanta que lo contrataron para encender las luces de los cuartos cada vez que lo necesiten: la nena quiere ir al baño, él está ahí para prenderle la luz; el marido quiere comerse un sándwich a las dos de la mañana, él también está a su servicio. Es un trabajo muy cansador ya que, a veces, debe prender varias luces al mismo tiempo. Le costó mucho aprender a moverse por la casa con sigilo y discreción. Los señores nunca lo regañaron, pero las primeras semanas, cuando llegaba siempre corriendo, agitado, tropezando, lo miraban como un mueble voluminoso que apareciera sorpresivamente en una habitación familiar. Incluso, más de una vez, la señora había tenido que esperarlo por interminables segundos en el umbral de la puerta hasta que él oyó los dignos carraspeos con los que lo llamaba.
A pesar de todo, le gustaba su trabajo. Pronto se acostumbró a su tarea y hasta creó una técnica especial para no cometer ni un solo error y evitar tardanzas innecesarias. Todo parecía ir en marcha en el trabajo de Rodolfo, hasta que un día ocurrió lo peor: apareció en la tele un comercial que anunciaba un nuevo equipo de luces automáticas de fácil instalación para el hogar. Apenas lo vio, entró en pánico; la familia estaba sentada en el sillón, y nadie emitía ningún sonido. Es sabido que la gente con plata compra todas las novedades, aunque más no sea por el triunfo de conseguir la más avanzada tecnología antes que sus amigos.
Rodolfo pensó en el viejo Ludd y sus compañeros, que en plena Revolución Industrial, habían salido a destruir las máquinas a vapor que les estaban costando sus trabajos. Pensó que iba a quedar en la calle, sin un centavo, sin nada, pero sobre todo pensó en lo que sería la casa sin él. Imaginó a la familia circulando por una casa completamente automatizada, con luces frías que se prenden y se apagan bruscamente, sin elegancia, sin amor. Los vio moverse por los cuartos como en una cinta transportadora.
Tenía que hacer algo; debía salvar su trabajo y a esa familia de una vida automatizada. Al día siguiente habló con un amigo de la familia –también muy adinerado- con el que tenía una relación amistosa y le pidió que por favor hablara en contra de ese endemoniado aparato en presencia de la familia. Si lo escuchaban, quizás pensarían que les convendría no hacer esa inversión y lo dejarían quedarse. El hombre pareció compadecerse de su situación y se mostró comprensivo, pero también le habló del Progreso, de la modernidad, de la naturaleza ambiciosa del hombre y de las oportunidades de cambio.
Rodolfo no supo si llegó a hablar con sus patrones o no. Cuando llegó a la casa vio una camioneta en la puerta con un gran cartel en el costado: CARNAGHI HNOS. ILUMINACIÓN AUTOMATIZADA PARA EL COMERCIO Y EL HOGAR. Rodolfo oyó un zumbido, cada vez más fuerte, y manchas blancas crecieron hasta ocupar todo su campo visual.
Despertó (¿Cuánto tiempo después?) acostado en la vereda. Nadie había notado su desmayo. Espió dentro de la casa y vio a la familia, feliz, disfrutando de sus nuevas y horrorosas luces. No lo podía creer; el hijo de puta lo había traicionado. Se levantó con la poca dignidad que le quedaba y decidió mandar su curriculum a la compañía Carnaghi. “Ya van a ver esos que con Rodolfo no se jode”, pensaba mientras caminaba por la vereda en la oscuridad, reflexionando sobre el Progreso.


13 January 2013

Monstruos

Los ojos se me caen, mis huesos están inmovilizados, mi piel está resentida y los músculos cansados. Nadie quiere escuchar, ni menos leer mis quejas. Soy esa clase de personas que si no encuentra la quinta pata del gato, se la inventa. La imagina, la crea, le sale a la perfección y luego se encuentra con una monstruosidad frente a sus ojos. Me doy cuenta de lo que hago, pero aun así parece divertirme. El más perfecto de los momentos debe ser arruinado por las imperfecciones que nadie ve o que prefieren no tener en cuenta. ¿Por qué negarlas? ¿No son las imperfecciones las que hacen que las cosas sean perfectas? ¿O son esas mismas imperfecciones las que no nos dejan ver las virtudes de los que tenemos en frente? Solo vemos al monstruo y el monstruo siempre debe ser algo malo. Aun así, no hay que olvidar que si podemos sacar cosas malas de algo bueno, también podemos sacar cosas buenas de lo malo. El monstruo puede ser lo más hermoso que hayas visto, incluso con cinco patas.

12 June 2012

Otro lugar

Veía la calle por donde pasaban varios autos, colectivos, y en la vereda, mucha gente. Veía edificios tocando el cielo, repletos de más personas. Veía concreto en todas las esquinas, escuchaba voces en cada una de ellas. Me agobiaba tanto que me alejé de ese lugar. Sabía que más allá había otra cosa, algo diferente. Comencé a caminar examinando el cambio en mi entorno. Ahora veía árboles y plantas entre casas viejas que parecían sumergirse en una siesta eterna. Varias hojas y flores decoraban el camino. Miré hacia abajo y vi las primeras señales del otoño que hacían ruido debajo de mis pies. Alcé la vista para ver el cielo y las nubes, pero los vi tapados por un conglomerado de hojas entrelazadas iluminadas por la luz del sol. Escuchaba su movimiento con la brisa que me acariciaba el rostro y me llenaba los pulmones de aire fresco.
Seguí caminando, ya casi llegando a mi destino, vi una familia que salía de su casa para disfrutar el frío otoñal que les avisa que hay que sacar los abrigos del armario y prender las estufas. En la tranquilidad del domingo, siguen mi recorrido que los lleva a ese lugar que tanto conocen pero del que no se pueden despegar. Caminan silenciosamente escuchando el ruido del algún pájaro en una copa de árbol cercana. Se pierden en la seguidilla de árboles que forman un pasaje para llegar al otro lugar. Y ahí estoy yo, siguiéndolos.
Sentí un fuerte viento que me erizó la piel, pero no me importó. Cerré los ojos y comencé a olvidar el lugar de donde venía. Ahora, podía escuchar otra clase de ruidos: el agua golpeando contra las rocas que alzan el pasillo hasta el final del puerto, los rieles de los pescadores que vienen a probar su suerte, conversaciones al pasar sobre cuál es la mejor técnica para atrapar algún ejemplar digno de ser fotografiado, el golpeteo de las alas de alguna paloma que se acerca para ver si puede picotear alguna carnada y el ruido lejano de un motor que impulsa una lancha o gran catamarán.
Abrí los ojos y vi una gran embarcación llamada Libertad, y muchas personas subiéndose a ella: parejas mayores, amigos de toda la vida, jóvenes con esperanza; todos olvidaban sus preocupaciones al pisar el suelo del barco. Todos de alguna forma sentían Libertad. La imagen que percibían mis ojos me daba la tranquilidad que el viento no me daba.  Dejé de observar a la gente para contemplar la larga extensión de agua que parecía llegar hasta el fin de la Tierra, que destellaba gracias al brillo del sol. Ahora también veía pequeños barcos que volvían de la profundidad del río, cada uno con su respectivo nombre que recuerda algún amor perdido o enseñanza familiar.
El olor del agua, de la madera mojada, peces alguna vez pescados y carne asándose en una parilla cercana completaban mi tarde de domingo en el puerto. De alguna forma, me sentía acompañada por las familias que almorzaban mirando la quietud del río, escuchando el viento que formaba pequeñas olas produciendo un sonido susurrante que hace que todo sea mejor. Me quedé un rato contemplando este maravilloso escenario, escribiendo descripciones que no alcanzan a explicar el efecto del río. Ese que calma agobio cotidiano y cambia, por un rato, nuestra manera de ver las cosas.


Más fotos


28 May 2012

Ilusiones


   Contesté el teléfono, sabía muy bien quién era. Contesté rápido, no tenía ganas de esperar. Del otro lado de la línea, la voz que quería escuchar. “Hola. ¿Cómo estás? Tengo que preguntarte algo...”
   El resto de las palabras sonaron en mi cabeza como esa música que siempre quise escuchar. Me preguntó si quería salir con él, si quería pasar todo el día a su lado mirando a la gente pasar por la calle, con sus vidas ocupadas en medio de la ardua rutina, mientras nosotros disfrutaríamos del placer de no hacer nada y guiarse por el instinto. Me dijo que no tenía planes, que nos dejaríamos llevar por las circunstancias, la espontaneidad y el deseo. Me rogó que dijera que sí, me dijo que su tristeza iba a ser muy grande si yo me negaba a su propuesta. Me dijo que podríamos hacer todo lo que quisiera, todo aquello que siempre soñé, pero con la condición de que él sea mi acompañante. No tenía límites, sus palabras me hacían creer que todo era posible. Le dije que sí, que lo acompañaba y que dejaba que me acompañara, que quería conocerlo todo y que dejaría que me guiara a ciegas por el mundo, que confiaba en él eternamente y que estaba feliz de que me hubiera llamado. Él también lo estaba, dijo que apenas soltara el teléfono correría hasta mi casa y saldríamos a enfrentar al mundo, juntos, sin que nada nos detuviera. Yo le dije que lo estaría esperando, que jamás me arrepentiría de la decisión que acababa de tomar y que ahora ya no le tenía miedo a nada.
-“¿Estás ahí?”
-“Sí, perdón. ¿Qué me decías?”
-“Te quería preguntar si mañana podés darle mi informe al jefe porque estoy enfermo y no voy a poder ir”.
-“Ah sí. No hay problema”
-“Muchas gracias. Nos vemos.”
Colgué el teléfono y mi vida siguió siendo la de siempre.

06 May 2012

El rescate de la biblioteca


   “Hoy es el día de la letra ‘C’”, pensó George cuando se despertó con cierto apuro muy temprano a la mañana. George era un hombre mayor y delgado, con ojos azules y cabello corto agrisado. Tenía alrededor de setenta años y estaba retirado. Había trabajo treinta años en la biblioteca pública de la ciudad de Londres. Todas las mañanas se despertaba —no tan temprano como esta—, salía de su casa y caminaba unas cuadras por la vereda contraria a la biblioteca para aprovechar el sol matutino que calentaba su rostro en las duras mañanas de esa ciudad tan fría. Una vez en frente del edificio, cruzaba la calle mientras sacaba las llaves de su bolsillo para abrir la puerta principal. Conocía la biblioteca como a la palma de su mano, todas sus esquinas y recovecos. Sabía el orden y la ubicación de cada libro almacenado en los grandes y extensos estantes que conformaban el cúmulo de conocimiento más hermoso que alguien hubiera visto. George también conocía muy bien a los visitantes de la biblioteca y saludaba a aquellos que la frecuentaban con una sonrisa cómplice que hacía la visita a la biblioteca aún más agradable.
   Sin embargo, ahora todo era distinto. George ya no trabajaba más en la biblioteca, en cambio, se contentaba nada más con visitarla todas las tardes y contemplarla en todo su esplendor, pero ya no podía hacer nada para ayudarla. Ahora, su dueña y administradora era la señora Rosalie. Una mujer desagradable de unos cincuenta años, pelo corto, cuerpo robusto y una actitud demasiado parecida a la de un oficial del ejército. Esta señora no sonreía cuando alguien ingresaba a la biblioteca, en cambio, lo miraba a uno con ojos desafiantes y preguntaba con un tono demandante: “¿Qué necesita?” A George lo exasperaba esta mujer, no la soportaba. No podía tolerar el hecho de que ella estuviera en su lugar. ¡Y si vieran lo que le hizo a la biblioteca! Pobre George, se le caían las lágrimas cada vez que pensaba en todos esos libros desorganizados y fuera de lugar.
   Un día no lo toleró más. Decidió tomar cartas en el asunto y ayudar a la que aún seguía siendo su preciada biblioteca. Se levantó bien temprano, tomó las llaves de la puerta principal que aún conservaba y la abrió como si todavía fuera dueño y amo de ese lugar. Se pasó casi toda la mañana arreglando los libros cuyos títulos comenzaban con la letra ‘A’ y colocándolos con sus respectivos géneros hasta que poco antes de las diez, abandonó su tarea para que la señora Rosalie no se diera cuenta de su pequeño pero muy astuto plan de conservar la biblioteca a su modo. “¿Qué iba a saber esa vieja sobre sus preciados libros?”, pensaba George, y así continuó con su plan los días posteriores.
   Retomando el día de la letra ‘C’, George siguió su rutina de todas las mañanas pero mientras ordenaba los libros, algo lo detuvo. El título de un libro llamó su atención: “Venganza”. El hombre lo abrió y comenzó a leer su contenido. Leyó varias historias de héroes antiguos que luchaban por vengarse de aquellos que habían robado lo que no les pertenecía. Luego de tanta lectura, George pensó en algo que jamás había pensado. Miró su reloj y se dio cuenta de que eran casi las diez y comenzó a imaginarse a la señora Rosalie abriendo la puerta principal y sentándose en su escritorio. Se imaginó escondido atrás de algún estante esperando una pequeña distracción para lanzarle en la cabeza un tomo de la Enciclopedia Británica y dejarla inconsciente. Una vez tirada en el suelo, agarraría el cortapapeles y se lo clavaría justo en la yugular. Nadie sospecharía de él, el viejo y amable bibliotecario, todos le pedirían que vuelva a su antiguo trabajo y podría salvar a la biblioteca como ella se lo merecía.
   De pronto, se quemó la lamparita que iluminaba su libro. Se encontró en una oscuridad completa y justo cuando estaba a punto de pararse para encender otra luz, escucho los pasos de la señora Rosalie atravesando la puerta principal, pero en vez de dirigirse a su escritorio se dirigió derecho hacia la puerta del baño. Era su oportunidad, la esperaría detrás de la puerta con el cortapapeles en su puño. Estuvo a punto de hacerlo, hasta que una imagen enmarcada sobre el escritorio lo perturbó. La imagen era una foto reciente de la señora Rosalie abrazando a un hombre y a dos jóvenes rechonchos que parecían ser la copia exacta de aquel rostro que tanto despreciaba. George sintió nauseas y decidió salir corriendo por la puerta principal hasta cruzar la calle. Una vez que recuperó el aire, pensó: “Mañana debo terminar con la letra ‘C’”, mientras caminaba en dirección a su casa.

22 April 2012

Acuario


Por alguna razón que todavía desconozco, me encontraba en una habitación. Sus paredes eran azuladas gracias al agua que se reflejaba y formaba pequeñas ondas. Se escuchaba un leve sonido burbujeante que provenía de un tanque enorme y cuadrado que formaba parte del centro de la habitación. Una tenue luz provenía del tanque y dentro de este: agua, seres vivos, un ecosistema, otro mundo... En mi mundo, sólo yo en una habitación con un tanque. Un acuario, dirían algunos.
 Dejé de contemplar un rato el otro mundo para detenerme en el mío. Había una figura más allá del tanque. Era una figura familiar a pesar de que no podía verle la cara, los detalles del cuerpo ni su vestimenta. No conocía el interior de sus pensamientos ni sus meras opiniones acerca de la vida, pero de algún modo me parecía que era yo. Alcé una mano para saludarme, pero no respondí. ¿Qué me pasaba? ¿No tenía ganas de saludar? Quizás estaba triste. Hice morisquetas y bailé un poco para levantarme el ánimo, pero seguía igual.
Al menos podría demostrar algo de interés o gratitud, y como seguía inmóvil, empecé a preocuparme. Podría ser que tuviera algún problema o me hubiera pasado algo serio. Tenía miedo de preguntarme, pero tomé valor y me dije: “¿Te pasa algo?”. Esperé una respuesta y nada. La impaciencia me estaba ganando. Yo acá, tratando de consolarme y nada. Me enojé y traté de conseguir una respuesta. “¡Contestame!”, grité. Y ahí estaba yo, igual que siempre. Ni me movía. Me desesperaba mi indiferencia. Tanto que hice algo impulsivo: agarré un martillo cuyo rótulo decía “emergencia”. “¿Qué más apropiado para este momento?”, pensé.
Rompí el vidrio y, por un momento, no me vi más. Tuve unos segundos de tranquilidad al no ver a esa figura frente a mí con su indiferencia. Fui arrastrada hasta el fondo del la habitación por la fuerza de una masa acuosa que se abalanzó contra mí. Cuando abrí los ojos, me di cuenta de que estaba empapada, pero eso no importaba. Había roto el otro mundo y había traído sus habitantes al mío que ahora, luchaban por su vida. Decidí levantar la vista y enfrentarme, pero la oscuridad era tan penetrante que ni siquiera podía ver el fin de la habitación. Lo único que vi fue el vidrio roto, la ausencia del otro mundo y después de eso, el abismo, la nada infinita. No había señal de la figura, pero por fin estaba segura de quién era.

22 February 2012

Preguntas


No sabe lo que quiere. Tiene esa sensación de que le falta algo. Se imagina miles de posibilidades. Todas parecen imposibles, inalcanzables, pero aún así, están es su mente. De alguna forma existen en un mundo irreal. Ideas, teorías, miles de ellas pasan por ese mundo sin pasar por este, el real, generando esa sensación de imposibilidad, de irrealidad ¿Y en este mundo? ¿Qué hay? ¿Cosas reales? Mejor no ponerse a pensar. Todo lo que piense forma parte del otro mundo supuestamente irreal, supuestamente imposible.
Y así nos confundimos. No podemos manejar miles de mundos, miles de posibilidades. ¿Miles? ¿Millones ¿Una sola? Qué bueno que siempre tengo signos interrogativos de sobra. No sé qué haría sin ellos. Las afirmaciones pueden ser muy tranquilizadoras, pero tanta calma paraliza. Eso sí, después de tanta intriga quizás termines en el manicomio, aunque por no preguntar te pueden inyectar demasiada morfina. ¿Cuál de las dos es mejor? ¿Quién sabe? Quizás se quede en su casa mirando la pared preguntándoselo.

23 July 2011

Viaje

Estaba en una habitación llena de gente. Conversaciones se escuchaban por todos lados. Se veían sonrisas y miradas cómplices. Había ropa deslumbrante, luces brillantes y música que te hacía viajar a lugares felices, a pesar de que apenas se escuchaba. Estaba sentada en una silla, lejos de la muchedumbre donde hay tanta gente que la soledad se siente de forma constante. Estaba hablando con una persona que apenas conocía. Sin embargo, le contaba todo sobre mí y ella parecía comprenderme. Aunque habláramos de cosas diferentes, sabíamos que en el fondo, todo era lo mismo.
Estaba contenta de sentir que tenía un lugar en esa habitación, aunque esa fuera la última vez que estuviera allí. Recorría el lugar con la mirada e inspeccionaba cada individuo, tratando de adivinar que estaba sintiendo. Todas eran caras desconocidas y cada una cumplía un papel en ese sitio. Trataba de imaginarme cuál era ese papel, a pesar de que me daba miedo descubrirlo. Prefería las caras conocidas que de vez en cuando te sorprenden y te llenan de alegría con cada descubrimiento. Sabía que no iba a encontrar a ninguna aunque lo quisiera, por eso no supe qué hacer cuando vi a una de ellas.
De repente, el resto de las caras había desaparecido. Solo podía ver una sola. Esa cara que no solo conocía, sino que también, imagino todo el tiempo. Esa cara que pasa mucho tiempo en mi imaginación, como si verla en la realidad no fuera suficiente (nunca lo es). Por eso dudé cuando la vi, no sabía si en realidad la estaba viendo o no había podido controlar mis pensamientos.  La cara que tanto conocía venía acompañada de su cuerpo. Ambos representan algo más; me traen recuerdos de pequeños destellos de personalidad que atesora mi mente cada vez que los recuerda, que lo recuerda, porque ahora ya no era solo un rostro lo que estaba viendo, sino una persona entera.
El rostro y el cuerpo sólo sirven de conexión con los recuerdos y pierden importancia una vez que mi mente empieza a reproducir imágenes, sonidos y olores. Se forma una fiesta de sentidos que me llevan a imaginar mucho más, más de lo que en verdad conozco y que, probablemente, está lejos de la realidad. Tan lejos que, cuando vuelvo a ella, tengo que asegurarme de haber preservado un poco, para no sentir la angustia que se tiene después de un viaje tan sensacional.
Pronto me di cuenta que lo que estaba viendo era verdaderamente real, pero diferente. Esta persona parecía haber vuelto de un viaje similar al mío, solo que olvidó llevarse un poquito de realidad. Su viaje parecía haber sido increíble, porque ahora, se notaba que lo había perdido todo. Su rostro estaba lleno de lágrimas y su cuerpo, vencido. Algo se rompió en mi cuando lo vi y paralizó todos mis pensamientos.
 Estuve quieta durante un tiempo tratando de entender, pero sabía que eso podía tomar mucho tiempo o peor, podía no ocurrir nunca. Así que corrí hacia él, me senté a su lado y puse mi mano sobre su hombro. No sabía lo que estaba haciendo, solo quería que él supiera que yo estaba ahí. No sabía qué tenía o, más bien, que no tenía; no sabía qué era eso que había imaginado y había perdido en su viaje de vuelta. Lo único que podía percibir era que estaba solo, solo como yo, en una habitación llena de gente, y triste por algo que no podía tener.
Yo entendía todo eso, a pesar de que, en realidad, no entendía nada. Era probable que estuviese equivocada, pero yo sabía que estar ahí era lo mejor, y eso me hacía sentir bien entre tanta angustia. Lo miraba buscando alguna señal que me permitiera entender lo que pasaba por su mente, pero lo único que vi fue una cara de sorpresa y confusión. Él tampoco entendía nada. Estaba perdido al igual que yo y tampoco sabía qué hacer. Y así nos quedamos, perdidos en una habitación llena de personas que no se daban cuenta de su propia perdición. No nos mirábamos, a pesar de que sabíamos bien que estábamos cerca, cerca el uno del otro, y perdidos, sin saber qué hacer con nosotros mismos y menos con el otro.