Hay un momento en el medio de la
jornada laboral en el que cualquier cosa que no sean tus tareas obligatorias
parece ser entretenido. Todas las tardes es lo mismo: estoy parado detrás del
mostrador con mi delantal bordó, listo para escuchar los pedidos de la gente
que puede hacerse un tiempo para tomarse un café y quizás, hasta comerse alguna
delicia dulce. Sin embargo, llega un momento de la tarde cuando, al parecer,
nadie tiene tiempo para estos pequeños placeres que ofrece la vida a un precio no
tan razonable.
Así que ahí estaba yo, en mi posición usual,
implorando que algo, lo que sea, ocurra en ese lugar monótono que ya había
explorado con mi vista millones de veces. Alguien debió haber estado escuchando
los gritos desesperados dentro de mi mente, porque justo en el instante en el
que estaba a punto de gritar por la frustración, sonó la campana de la puerta
que indicaba que un nuevo cliente había entrado en el local. Ciertamente, no
era lo mejor que podía pasarme en ese momento, pero al menos era algo distinto:
movimiento, sonido, acciones entre tanta parálisis. Cuando alcé la vista, me di
cuenta de que en verdad era algo distinto, muy distinto. Antes de que pudiera
pensar en algo más, sentí como unos ojos verdes intensos me observaban. Esa mirada
estaba clavada en la mía y parecía mostrarme un mundo completamente diferente
al que yo conocía. Esos ojos no se apartaron de los míos por largos segundos,
hasta que noté un pequeño parpadeo que me hizo volver a la realidad.
Después de ese momento, sentí
que no sabía dónde estaba ni qué se suponía que hiciese. En lugar de
improvisar, opté por actuar como un robot, moviendo mi cuerpo y hablando de una
forma mecánica, haciendo lo que hago todos los días: escuchar pedidos y
servirlos. El muchacho de los ojos verdes se aproximó al mostrador, y yo pude
sentir cómo se aceleraba mi corazón. No
sé exactamente qué fue lo que hice, pero tomé su pedido, se lo entregué y
recibí el dinero a cambio. Observé detenidamente cómo se sentaba en una mesa
junto a la ventana y extraía un cuaderno de su bolso, para luego comenzar a
escribir. Cerca de media hora después, el chico salió del bar, y yo recuperé mi
capacidad de procesar ideas.
Nada sucedió esa semana
aparte de ese encuentro mágico y momentáneo. Pensé que no me volvería a pasar
algo así en un millón de años hasta que, la semana siguiente, el mismo día y a
la misma hora del maravilloso suceso, él apareció nuevamente. Esta vez, estaba
más alerta; no iba a dejar que se fuera sin averiguar al menos su nombre. Una
vez más se acerco al mostrador y pidió lo mismo que la otra vez. Cuando el
pedido estuvo listo, y estuve a punto de hablarle, él estiró el brazo para
sujetar la bandeja, y sin intención o previo aviso, rozó mi mano en el
intercambio. Todas las ideas elocuentes que se me habían ocurrido
desaparecieron en un instante.
Una vez más fui al bar que
está en la esquina. La situación era muy ridícula, pero me gustaba ir ahí solo
para ver al chico lindo que atendía. Entraba, pedía todas las veces lo mismo y
me sentaba en una mesa cerca de la ventana a escribir historias cuyos
personajes principales se asemejaban mucho al joven detrás del mostrador. Ya
era la tercera vez en el mes que iba a ir; si fuera por mí, hubiese ido todos
los días, pero no quería parecer extraño o dar la impresión de que no tengo
mucho que hacer. Una vez más, ordené lo mismo de siempre y me senté en la misma
mesa.
Después de un rato, una vez
que había terminado mi café y ya había mirado un millón de veces al chico que
atendía, sentí el llamado de la naturaleza y me dirigí hacia el baño. En el
trayecto, lancé una mirada fugaz hacia el mostrador y noté que él también me
miró en ese mismo momento. Pretendí nunca haberlo mirado, por supuesto, y
aceleré mi paso hacia la puerta del baño. Una vez adentro, me disponía a
hacer... mis cosas, cuando noté que alguien más entró. Antes de que pudiera
darme vuelta, percibí una mano en mi hombro que me volteó con fuerza y al
instante, sentí que unos labios suaves me besaban intensamente. Luego de unos
segundos, que bien podrían haber sido horas, esos labios se despegaron de los
míos, y al abrir los ojos, pude ver el hermoso rostro del chico que atendía el
bar. “Hace rato que quería hacer eso”, me dijo, para luego darse vuelta e irse
rápidamente a atender a los otros clientes.