“Hoy es el día de la letra ‘C’”, pensó George
cuando se despertó con cierto apuro muy temprano a la mañana. George era un
hombre mayor y delgado, con ojos azules y cabello corto agrisado. Tenía
alrededor de setenta años y estaba retirado. Había trabajo treinta años en la
biblioteca pública de la ciudad de Londres. Todas las mañanas se despertaba —no
tan temprano como esta—, salía de su casa y caminaba unas cuadras por la vereda
contraria a la biblioteca para aprovechar el sol matutino que calentaba su
rostro en las duras mañanas de esa ciudad tan fría. Una vez en frente del
edificio, cruzaba la calle mientras sacaba las llaves de su bolsillo para abrir
la puerta principal. Conocía la biblioteca como a la palma de su mano, todas
sus esquinas y recovecos. Sabía el orden y la ubicación de cada libro
almacenado en los grandes y extensos estantes que conformaban el cúmulo de
conocimiento más hermoso que alguien hubiera visto. George también conocía muy
bien a los visitantes de la biblioteca y saludaba a aquellos que la
frecuentaban con una sonrisa cómplice que hacía la visita a la biblioteca aún
más agradable.
Sin embargo, ahora todo era distinto. George ya
no trabajaba más en la biblioteca, en cambio, se contentaba nada más con
visitarla todas las tardes y contemplarla en todo su esplendor, pero ya no
podía hacer nada para ayudarla. Ahora, su dueña y administradora era la señora
Rosalie. Una mujer desagradable de unos cincuenta años, pelo corto, cuerpo
robusto y una actitud demasiado parecida a la de un oficial del ejército. Esta
señora no sonreía cuando alguien ingresaba a la biblioteca, en cambio, lo
miraba a uno con ojos desafiantes y preguntaba con un tono demandante: “¿Qué
necesita?” A George lo exasperaba esta mujer, no la soportaba. No podía tolerar
el hecho de que ella estuviera en su lugar. ¡Y si vieran lo que le hizo a la
biblioteca! Pobre George, se le caían las lágrimas cada vez que pensaba en
todos esos libros desorganizados y fuera de lugar.
Un día no lo toleró más. Decidió tomar cartas
en el asunto y ayudar a la que aún seguía siendo su preciada biblioteca. Se levantó bien temprano, tomó las llaves
de la puerta principal que aún conservaba y la abrió como si todavía fuera
dueño y amo de ese lugar. Se pasó casi toda la mañana arreglando los libros
cuyos títulos comenzaban con la letra ‘A’ y colocándolos con sus respectivos
géneros hasta que poco antes de las diez, abandonó su tarea para que la señora
Rosalie no se diera cuenta de su pequeño pero muy astuto plan de conservar la biblioteca
a su modo. “¿Qué iba a saber esa vieja sobre sus preciados libros?”, pensaba
George, y así continuó con su plan los días posteriores.
Retomando el día de la letra ‘C’, George siguió
su rutina de todas las mañanas pero mientras ordenaba los libros, algo lo
detuvo. El título de un libro llamó su atención: “Venganza”. El hombre lo abrió
y comenzó a leer su contenido. Leyó varias historias de héroes antiguos que
luchaban por vengarse de aquellos que habían robado lo que no les pertenecía.
Luego de tanta lectura, George pensó en algo que jamás había pensado. Miró su
reloj y se dio cuenta de que eran casi las diez y comenzó a imaginarse a la
señora Rosalie abriendo la puerta principal y sentándose en su escritorio. Se
imaginó escondido atrás de algún estante esperando una pequeña distracción para
lanzarle en la cabeza un tomo de la Enciclopedia Británica y dejarla
inconsciente. Una vez tirada en el suelo, agarraría el cortapapeles y se lo
clavaría justo en la yugular. Nadie sospecharía de él, el viejo y amable
bibliotecario, todos le pedirían que vuelva a su antiguo trabajo y podría
salvar a la biblioteca como ella se lo merecía.
De pronto, se quemó la lamparita que iluminaba
su libro. Se encontró en una oscuridad completa y justo cuando estaba a punto
de pararse para encender otra luz, escucho los pasos de la señora Rosalie
atravesando la puerta principal, pero en vez de dirigirse a su escritorio se
dirigió derecho hacia la puerta del baño. Era su oportunidad, la esperaría
detrás de la puerta con el cortapapeles en su puño. Estuvo a punto de hacerlo,
hasta que una imagen enmarcada sobre el escritorio lo perturbó. La imagen era
una foto reciente de la señora Rosalie abrazando a un hombre y a dos jóvenes
rechonchos que parecían ser la copia exacta de aquel rostro que tanto
despreciaba. George sintió nauseas y decidió salir corriendo por la puerta
principal hasta cruzar la calle. Una vez que recuperó el aire, pensó: “Mañana
debo terminar con la letra ‘C’”, mientras caminaba en dirección a su casa.
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