06 May 2012

El rescate de la biblioteca


   “Hoy es el día de la letra ‘C’”, pensó George cuando se despertó con cierto apuro muy temprano a la mañana. George era un hombre mayor y delgado, con ojos azules y cabello corto agrisado. Tenía alrededor de setenta años y estaba retirado. Había trabajo treinta años en la biblioteca pública de la ciudad de Londres. Todas las mañanas se despertaba —no tan temprano como esta—, salía de su casa y caminaba unas cuadras por la vereda contraria a la biblioteca para aprovechar el sol matutino que calentaba su rostro en las duras mañanas de esa ciudad tan fría. Una vez en frente del edificio, cruzaba la calle mientras sacaba las llaves de su bolsillo para abrir la puerta principal. Conocía la biblioteca como a la palma de su mano, todas sus esquinas y recovecos. Sabía el orden y la ubicación de cada libro almacenado en los grandes y extensos estantes que conformaban el cúmulo de conocimiento más hermoso que alguien hubiera visto. George también conocía muy bien a los visitantes de la biblioteca y saludaba a aquellos que la frecuentaban con una sonrisa cómplice que hacía la visita a la biblioteca aún más agradable.
   Sin embargo, ahora todo era distinto. George ya no trabajaba más en la biblioteca, en cambio, se contentaba nada más con visitarla todas las tardes y contemplarla en todo su esplendor, pero ya no podía hacer nada para ayudarla. Ahora, su dueña y administradora era la señora Rosalie. Una mujer desagradable de unos cincuenta años, pelo corto, cuerpo robusto y una actitud demasiado parecida a la de un oficial del ejército. Esta señora no sonreía cuando alguien ingresaba a la biblioteca, en cambio, lo miraba a uno con ojos desafiantes y preguntaba con un tono demandante: “¿Qué necesita?” A George lo exasperaba esta mujer, no la soportaba. No podía tolerar el hecho de que ella estuviera en su lugar. ¡Y si vieran lo que le hizo a la biblioteca! Pobre George, se le caían las lágrimas cada vez que pensaba en todos esos libros desorganizados y fuera de lugar.
   Un día no lo toleró más. Decidió tomar cartas en el asunto y ayudar a la que aún seguía siendo su preciada biblioteca. Se levantó bien temprano, tomó las llaves de la puerta principal que aún conservaba y la abrió como si todavía fuera dueño y amo de ese lugar. Se pasó casi toda la mañana arreglando los libros cuyos títulos comenzaban con la letra ‘A’ y colocándolos con sus respectivos géneros hasta que poco antes de las diez, abandonó su tarea para que la señora Rosalie no se diera cuenta de su pequeño pero muy astuto plan de conservar la biblioteca a su modo. “¿Qué iba a saber esa vieja sobre sus preciados libros?”, pensaba George, y así continuó con su plan los días posteriores.
   Retomando el día de la letra ‘C’, George siguió su rutina de todas las mañanas pero mientras ordenaba los libros, algo lo detuvo. El título de un libro llamó su atención: “Venganza”. El hombre lo abrió y comenzó a leer su contenido. Leyó varias historias de héroes antiguos que luchaban por vengarse de aquellos que habían robado lo que no les pertenecía. Luego de tanta lectura, George pensó en algo que jamás había pensado. Miró su reloj y se dio cuenta de que eran casi las diez y comenzó a imaginarse a la señora Rosalie abriendo la puerta principal y sentándose en su escritorio. Se imaginó escondido atrás de algún estante esperando una pequeña distracción para lanzarle en la cabeza un tomo de la Enciclopedia Británica y dejarla inconsciente. Una vez tirada en el suelo, agarraría el cortapapeles y se lo clavaría justo en la yugular. Nadie sospecharía de él, el viejo y amable bibliotecario, todos le pedirían que vuelva a su antiguo trabajo y podría salvar a la biblioteca como ella se lo merecía.
   De pronto, se quemó la lamparita que iluminaba su libro. Se encontró en una oscuridad completa y justo cuando estaba a punto de pararse para encender otra luz, escucho los pasos de la señora Rosalie atravesando la puerta principal, pero en vez de dirigirse a su escritorio se dirigió derecho hacia la puerta del baño. Era su oportunidad, la esperaría detrás de la puerta con el cortapapeles en su puño. Estuvo a punto de hacerlo, hasta que una imagen enmarcada sobre el escritorio lo perturbó. La imagen era una foto reciente de la señora Rosalie abrazando a un hombre y a dos jóvenes rechonchos que parecían ser la copia exacta de aquel rostro que tanto despreciaba. George sintió nauseas y decidió salir corriendo por la puerta principal hasta cruzar la calle. Una vez que recuperó el aire, pensó: “Mañana debo terminar con la letra ‘C’”, mientras caminaba en dirección a su casa.

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