Contesté el
teléfono, sabía muy bien quién era. Contesté rápido, no tenía ganas de esperar.
Del otro lado de la línea, la voz que quería escuchar. “Hola. ¿Cómo estás? Tengo que preguntarte
algo...”
El resto de
las palabras sonaron en mi cabeza como esa música que siempre quise escuchar.
Me preguntó si quería salir con él, si quería pasar todo el día a su lado
mirando a la gente pasar por la calle, con sus vidas ocupadas en medio de la
ardua rutina, mientras nosotros disfrutaríamos del placer de no hacer nada y
guiarse por el instinto. Me dijo que no tenía planes, que nos dejaríamos llevar
por las circunstancias, la espontaneidad y el deseo. Me rogó que dijera que sí,
me dijo que su tristeza iba a ser muy grande si yo me negaba a su propuesta. Me
dijo que podríamos hacer todo lo que quisiera, todo aquello que siempre soñé,
pero con la condición de que él sea mi acompañante. No tenía límites, sus
palabras me hacían creer que todo era posible. Le dije que sí, que lo acompañaba
y que dejaba que me acompañara, que quería conocerlo todo y que dejaría que me
guiara a ciegas por el mundo, que confiaba en él eternamente y que estaba feliz
de que me hubiera llamado. Él también lo estaba, dijo que apenas soltara el teléfono
correría hasta mi casa y saldríamos a enfrentar al mundo, juntos, sin que nada
nos detuviera. Yo le dije que lo estaría esperando, que jamás me arrepentiría
de la decisión que acababa de tomar y que ahora ya no le tenía miedo a nada.
-“¿Estás
ahí?”
-“Sí,
perdón. ¿Qué me decías?”
-“Te quería
preguntar si mañana podés darle mi informe al jefe porque estoy enfermo y no
voy a poder ir”.
-“Ah sí. No
hay problema”
-“Muchas
gracias. Nos vemos.”
Colgué
el teléfono y mi vida siguió siendo la de siempre.
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