Veía la calle por donde pasaban varios autos,
colectivos, y en la vereda, mucha gente. Veía edificios tocando el cielo, repletos
de más personas. Veía concreto en todas las esquinas, escuchaba voces en cada
una de ellas. Me agobiaba tanto que me alejé de ese lugar. Sabía que más allá
había otra cosa, algo diferente. Comencé a caminar examinando el cambio en mi
entorno. Ahora veía árboles y plantas entre casas viejas que parecían
sumergirse en una siesta eterna. Varias hojas y flores decoraban el camino.
Miré hacia abajo y vi las primeras señales del otoño que hacían ruido debajo de
mis pies. Alcé la vista para ver el cielo y las nubes, pero los vi tapados por
un conglomerado de hojas entrelazadas iluminadas por la luz del sol. Escuchaba
su movimiento con la brisa que me acariciaba el rostro y me llenaba los
pulmones de aire fresco.
Seguí caminando, ya casi llegando a mi
destino, vi una familia que salía de su casa para disfrutar el frío otoñal que
les avisa que hay que sacar los abrigos del armario y prender las estufas. En
la tranquilidad del domingo, siguen mi recorrido que los lleva a ese lugar que
tanto conocen pero del que no se pueden despegar. Caminan silenciosamente
escuchando el ruido del algún pájaro en una copa de árbol cercana. Se pierden
en la seguidilla de árboles que forman un pasaje para llegar al otro lugar. Y
ahí estoy yo, siguiéndolos.
Sentí un fuerte viento que me erizó la piel,
pero no me importó. Cerré los ojos y comencé a olvidar el lugar de donde venía.
Ahora, podía escuchar otra clase de ruidos: el agua golpeando contra las rocas
que alzan el pasillo hasta el final del puerto, los rieles de los pescadores
que vienen a probar su suerte, conversaciones al pasar sobre cuál es la mejor
técnica para atrapar algún ejemplar digno de ser fotografiado, el golpeteo de
las alas de alguna paloma que se acerca para ver si puede picotear alguna
carnada y el ruido lejano de un motor que impulsa una lancha o gran catamarán.
Abrí los ojos y vi una gran embarcación
llamada Libertad, y muchas personas
subiéndose a ella: parejas mayores, amigos de toda la vida, jóvenes con
esperanza; todos olvidaban sus preocupaciones al pisar el suelo del barco.
Todos de alguna forma sentían Libertad. La imagen que percibían mis ojos me
daba la tranquilidad que el viento no me daba. Dejé de observar a la
gente para contemplar la larga extensión de agua que parecía llegar hasta el
fin de la Tierra, que destellaba gracias al brillo del sol. Ahora también veía
pequeños barcos que volvían de la profundidad del río, cada uno con su
respectivo nombre que recuerda algún amor perdido o enseñanza familiar.
El olor del agua, de la madera mojada, peces
alguna vez pescados y carne asándose en una parilla cercana completaban mi
tarde de domingo en el puerto. De alguna forma, me sentía acompañada por las
familias que almorzaban mirando la quietud del río, escuchando el viento que
formaba pequeñas olas produciendo un sonido susurrante que hace que todo sea
mejor. Me quedé un rato contemplando este maravilloso escenario, escribiendo
descripciones que no alcanzan a explicar el efecto del río. Ese que calma
agobio cotidiano y cambia, por un rato, nuestra manera de ver las cosas.
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