Rodolfo
trabaja en una casa de gente con plata; tienen tanta que lo contrataron para
encender las luces de los cuartos cada vez que lo necesiten: la nena quiere ir
al baño, él está ahí para prenderle la luz; el marido quiere comerse un
sándwich a las dos de la mañana, él también está a su servicio. Es un trabajo
muy cansador ya que, a veces, debe prender varias luces al mismo tiempo. Le
costó mucho aprender a moverse por la casa con sigilo y discreción. Los señores
nunca lo regañaron, pero las primeras semanas, cuando llegaba siempre
corriendo, agitado, tropezando, lo miraban como un mueble voluminoso que
apareciera sorpresivamente en una habitación familiar. Incluso, más de una vez,
la señora había tenido que esperarlo por interminables segundos en el umbral de
la puerta hasta que él oyó los dignos carraspeos con los que lo llamaba.
A
pesar de todo, le gustaba su trabajo. Pronto se acostumbró a su tarea y hasta
creó una técnica especial para no cometer ni un solo error y evitar tardanzas
innecesarias. Todo parecía ir en marcha en el trabajo de Rodolfo, hasta que un
día ocurrió lo peor: apareció en la tele un comercial que anunciaba un nuevo
equipo de luces automáticas de fácil instalación para el hogar. Apenas lo vio,
entró en pánico; la familia estaba sentada en el sillón, y nadie emitía ningún
sonido. Es sabido que la gente con plata compra todas las novedades, aunque más
no sea por el triunfo de conseguir la más avanzada tecnología antes que sus
amigos.
Rodolfo
pensó en el viejo Ludd y sus compañeros, que en plena Revolución Industrial,
habían salido a destruir las máquinas a vapor que les estaban costando sus
trabajos. Pensó que iba a quedar en la calle, sin un centavo, sin nada, pero
sobre todo pensó en lo que sería la casa sin él. Imaginó a la familia circulando
por una casa completamente automatizada, con luces frías que se prenden y se
apagan bruscamente, sin elegancia, sin amor. Los vio moverse por los cuartos
como en una cinta transportadora.
Tenía
que hacer algo; debía salvar su trabajo y a esa familia de una vida
automatizada. Al día siguiente habló con un amigo de la familia –también muy
adinerado- con el que tenía una relación amistosa y le pidió que por favor
hablara en contra de ese endemoniado aparato en presencia de la familia. Si lo
escuchaban, quizás pensarían que les convendría no hacer esa inversión y lo
dejarían quedarse. El hombre pareció compadecerse de su situación y se mostró
comprensivo, pero también le habló del Progreso, de la modernidad, de la
naturaleza ambiciosa del hombre y de las oportunidades de cambio.
Rodolfo
no supo si llegó a hablar con sus patrones o no. Cuando llegó a la casa vio una
camioneta en la puerta con un gran cartel en el costado: CARNAGHI HNOS.
ILUMINACIÓN AUTOMATIZADA PARA EL COMERCIO Y EL HOGAR. Rodolfo oyó un zumbido,
cada vez más fuerte, y manchas blancas crecieron hasta ocupar todo su campo
visual.
Despertó
(¿Cuánto tiempo después?) acostado en la vereda. Nadie había notado su desmayo.
Espió dentro de la casa y vio a la familia, feliz, disfrutando de sus nuevas y
horrorosas luces. No lo podía creer; el hijo de puta lo había traicionado. Se
levantó con la poca dignidad que le quedaba y decidió mandar su curriculum a la
compañía Carnaghi. “Ya van a ver esos que con Rodolfo no se jode”, pensaba
mientras caminaba por la vereda en la oscuridad, reflexionando sobre el
Progreso.
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