15 January 2013

La venganza de Rodolfo

Disclaimer: Este texto lo escribí con alguien más. 

Rodolfo trabaja en una casa de gente con plata; tienen tanta que lo contrataron para encender las luces de los cuartos cada vez que lo necesiten: la nena quiere ir al baño, él está ahí para prenderle la luz; el marido quiere comerse un sándwich a las dos de la mañana, él también está a su servicio. Es un trabajo muy cansador ya que, a veces, debe prender varias luces al mismo tiempo. Le costó mucho aprender a moverse por la casa con sigilo y discreción. Los señores nunca lo regañaron, pero las primeras semanas, cuando llegaba siempre corriendo, agitado, tropezando, lo miraban como un mueble voluminoso que apareciera sorpresivamente en una habitación familiar. Incluso, más de una vez, la señora había tenido que esperarlo por interminables segundos en el umbral de la puerta hasta que él oyó los dignos carraspeos con los que lo llamaba.
A pesar de todo, le gustaba su trabajo. Pronto se acostumbró a su tarea y hasta creó una técnica especial para no cometer ni un solo error y evitar tardanzas innecesarias. Todo parecía ir en marcha en el trabajo de Rodolfo, hasta que un día ocurrió lo peor: apareció en la tele un comercial que anunciaba un nuevo equipo de luces automáticas de fácil instalación para el hogar. Apenas lo vio, entró en pánico; la familia estaba sentada en el sillón, y nadie emitía ningún sonido. Es sabido que la gente con plata compra todas las novedades, aunque más no sea por el triunfo de conseguir la más avanzada tecnología antes que sus amigos.
Rodolfo pensó en el viejo Ludd y sus compañeros, que en plena Revolución Industrial, habían salido a destruir las máquinas a vapor que les estaban costando sus trabajos. Pensó que iba a quedar en la calle, sin un centavo, sin nada, pero sobre todo pensó en lo que sería la casa sin él. Imaginó a la familia circulando por una casa completamente automatizada, con luces frías que se prenden y se apagan bruscamente, sin elegancia, sin amor. Los vio moverse por los cuartos como en una cinta transportadora.
Tenía que hacer algo; debía salvar su trabajo y a esa familia de una vida automatizada. Al día siguiente habló con un amigo de la familia –también muy adinerado- con el que tenía una relación amistosa y le pidió que por favor hablara en contra de ese endemoniado aparato en presencia de la familia. Si lo escuchaban, quizás pensarían que les convendría no hacer esa inversión y lo dejarían quedarse. El hombre pareció compadecerse de su situación y se mostró comprensivo, pero también le habló del Progreso, de la modernidad, de la naturaleza ambiciosa del hombre y de las oportunidades de cambio.
Rodolfo no supo si llegó a hablar con sus patrones o no. Cuando llegó a la casa vio una camioneta en la puerta con un gran cartel en el costado: CARNAGHI HNOS. ILUMINACIÓN AUTOMATIZADA PARA EL COMERCIO Y EL HOGAR. Rodolfo oyó un zumbido, cada vez más fuerte, y manchas blancas crecieron hasta ocupar todo su campo visual.
Despertó (¿Cuánto tiempo después?) acostado en la vereda. Nadie había notado su desmayo. Espió dentro de la casa y vio a la familia, feliz, disfrutando de sus nuevas y horrorosas luces. No lo podía creer; el hijo de puta lo había traicionado. Se levantó con la poca dignidad que le quedaba y decidió mandar su curriculum a la compañía Carnaghi. “Ya van a ver esos que con Rodolfo no se jode”, pensaba mientras caminaba por la vereda en la oscuridad, reflexionando sobre el Progreso.


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